miércoles, 19 de octubre de 2011

Hacia la democratización de la escuela pública. Por una ley que obligue a los funcionarios públicos enviar a sus hijos a las instituciones educativas estatales.


La educación constituye un ámbito que genera comunidad (en algún momento se pensó que generaba homogeneidad), queriendo decir con ello, que gracias a ella se socializan saberes, prácticas y afectos. Más allá de los saberes, la construcción de lazos sociales constituye un objetivo antropológico fundamental. No en vano, la educación en sus diversos niveles, es uno de los principales lugares donde nos proveemos de amigos, conocidos y relaciones.
Lejos de la homogeneidad, pero cerca de la comunidad, deberíamos enfatizar este aspecto (que suele calificarse como secundario en el discurso pedagógico que enfatiza la aprehensión de saberes como objetivo básico de la institución escolar) porque las diversas comunidades que se derivan de la escuela toman derivas heterogéneas en función de la conformación social, cultural y económica de los partícipes del acto educativo.
La existencia proliferante de escuelas privadas (muchas de ellas subsidiadas con fondos estatales (esto es con fondos pertenecientes a la totalidad del pueblo de la nación) coadyuva a la conformación de comunidades diferenciales. El nivel socioeconómico de quienes asisten a una escuela determina, en un sentido fuerte, la suerte biográfica de la comunidad constituida al amparo de la institución educativa). Quienes asisten a escuelas distinguidas por un alto nivel económico de sus alumnos encuentra ciertas garantías endogámicas que éxito social y económico.
En la otra punta, la escuela pública (desatendida económicamente al tiempo que se destinan ingentes partidas de dinero para solventar los salarios de las escuelas a donde asisten las elites reproductoras del statu quo social y político) es una comunidad que reproduce la pobreza, la exclusión, la marginalidad.
No quiero extenderme en este breve artículo, pero es fácil de advertir, que la escuela en su vertiente de socialización afectiva, enfatiza y potencia ciertas condiciones estigmatizadas, convirtiéndose en una máquina reproductora de la exclusión social.
Más allá de otras medidas políticas que supondrían la discusión global y radical del sistema capitalista y su suplantación por sistemas democráticos montados en torno a los intereses y derechos de las mayorías populares, que son infinitamente más importantes que las prerrogativas del capital y sus rentas, una medida que podría contribuir a mejorar la calidad de la educación impartida por las escuelas públicas (insisto, tomando en cuenta la importantísima función de la socialización) es la confección de una ley que obligue a todos los que ejercen una función pública  en la gestión del estado a enviar a sus hijos a las escuelas públicas. Tal requisito debería obrar incluso como una condición curricular insoslayable: toda persona que aspira a ocupar un cargo público debe demostrar que sus hijos han asistido siempre a la escuela pública.
Esta es una manera de demostrar que se práctica lo que se dice a nivel del discurso. Esto contribuiría a una mayor democratización puesto que pondría en contacto a los privilegiados con los excluidos, generando nuevas construcciones comunitarias al interior de la institución educativa.
¿Cómo puede ser que quienes se llenan la boca acerca de la importancia de la intervención del estado en la gestión de la vida social no confíen en la escuela pública? Y si confían en ella, deben demostrarlo en la práctica enviando a sus hijos a la escuela pública. ¿Porque los hijos de nuestros representantes tienen que enviar a sus hijos a escuelas diferenciales, consolidando con ello, la existencia de elites que no se mezclan con un pueblo? ¿O es que acaso no se confía en el pueblo de la nación, se tiene miedo de sus prácticas, valores, ideas?
Se trataría de un pequeño pero decisivo paso en la recuperación del significado, valor e importancia de la escuela pública. Se transformarían los problemas de la escuela (sus déficits curriculares, sus deficiencias edilicias, sus convivencias violentas, etc.) en problemas vivos de quienes dicen representarnos. Los hijos de cualquier vecino serían los compañeros de los hijos del presidente del país. Y si bien es cierto, que nadie esta forzado a querer a quienes comparten sus vidas por razones de convivencia escolar, tampoco deja de ser verdadero, que el objetivo de volver democrático el espacio público se comenzaría a construir a partir de esta comunidad obligatoria de objetivos.

viernes, 27 de mayo de 2011

UNA REINTERPRETACIÓN DE ARIEL Y CALIBÁN

Una reinterpretación de Ariel y Calibán

La simbología de Ariel y Calibán es recurrente en el pensamiento latinoamericano y ha sido reinterpretado de varias maneras siendo las más relevantes la de Rodó en el 1900 y la de Fernández Retamar en los años 70 del siglo pasado. En la reinterpretación que aquí planteo, el símbolo de Ariel encarna de manera irremisible al intelectual separado de las preocupaciones más ordinarias del pueblo, abocado al exhaustivo estudio de mapas conceptuales que en su olímpico enclaustramiento ha sobrevaluado erigiéndolos en el eminente territorio de lo real. Calibán, por su parte representará el deseo y el obrar emancipatorios de las grandes mayorías que incluyen en su seno a los que realizan el trabajo inmaterial en su carácter de proletarios. Estas mayorías -gestando un proceso revolucionario que decanta en conquistas antropológicas inamovibles- continúan ocupando nuevos espacios de actividad social y nuevas posibilidades de usufructo de los bienes culturales que, tanto las filosofías de la historia como las ontologías eurocéntricas negaban a los sectores populares mayoritarios considerados como “masa” moldeable, amorfa, conducible. En nuestro esquema Ariel y Calibán se hibridan, se mestizan, se interpenetran fraternamente. Desde sus diferencias sociales y culturales, desde la heterogeneidad de sus trabajos, confluyen, complementaria e interdependientemente, en la común tarea de crear un modo de convivencia más justo e inclusivo, basado en la producción de la riqueza común.

sábado, 2 de abril de 2011

Declaración de propósitos.


Procuraré en este espacio llevar a cabo una propuesta de un pensamiento latinoamericano que sea capaz de conjugar la originalidad y especificidad de lo propio de nuestro continente con los aspectos más creativos y ricos de lo que en sentido lato llamaré postmodernidad. Por cierto que apelaremos a un discurso matrizado en la filosofía y en las ciencias sociales que se desplegará por asuntos centrales concernientes a los asuntos sociales, políticos y culturales de esta región del mundo.
Incluiremos poco a poco algunos modestos artículos que tienen el mérito de pensar lo propiamente americano sin desdeñar los aportes de la cultura globalizada.

La inferioridad inducida.

La inferioridad ha sido inducida desde el inaugural momento de la Conquista brutal. El desconocimiento de la corporeidad y de la facticidad cultural constituyen un monstruoso delito imprescriptible. Esa vigencia de la ignominia y la reducción a cosa, sostiene el sentimiento de inferioridad que impulsa a cotejarnos siempre con otras culturas tenidas por superiores. Pensamos y dudamos acerca de la originalidad y la autenticidad de nuestro pensamiento. Dudamos de nuestra esencia (no estoy definiendo en ello una cualidad separada que debe encarnar la singularidad sino el concreto modo de ser histórico cultural de nuestra existencia) pensando que somos una suerte de copia del arquetipo nordatlántico. No hay pureza alguna, si es a eso a lo que nos referimos cuando desconfiamos de nuestra esencia: todo es hibridez, mestizaje, mezcla. Lo humano es eso. Híbridos de naturaleza y cultura, híbridos de animal y vegetal, híbridos de carne y artefacto. 

La inferioridad inducida es un monstruo que pesa sobre nuestra condición existencial, impidiendo nuestra realización hedónica. La época es propicia para conjurar ese anatema. La cultura globalizada ha vuelto ejemplares nuestros "inferiores" aportes a la historia universal. La paradigmaticidad del Zapatismo, de la Revolución Cubana, del proceso Boliviano, por nombrar unos pocos acontecimientos entre los millones que hace casi 520 años lanzamos a la corriente de la historia universal desde nuestra peculiar condición geopolítica.